El texto que sigue es una versión aligerada de parte del capítulo 9 del libro de Fernando Quesada Sanz El armamento ibérico. Estudio tipológico, geográfico, funcional, social y simbólico de las armas en la Cultura Ibérica (siglos VI-I a.C.). Monographies Instrumentum 3, Montagnac, 1997. ISBN 2-907303-09-0 (vol. 1) y 2-907303-10-4 (vol. 2). Remitimos a esta obra para mayores detalles y contenido bibliográfico.
Armas, riqueza y estatus social
Armas y sexo del difunto en ajuares funerarios
Patrones de deposición de armas en las tumbas
Ritos de inutilización de armas
La enorme mayoría de las armas ibéricas conocidas proceden de contextos funerarios. Aunque muy ocasionalmente aparecen armas en poblados (algunas lanzas y arreos de caballo en La Bastida, Liria, Cerro de la Cruz u otros), rara vez están en un contexto que tenga relación con lo bélico (como ocurre con los glandes del Puntal dels Llops o la manilla de escudo junto a la puerta del Castellet de Bernabé), y muy a menudo proceden de departamentos no excavados por completo, o mal documentados. La ausencia de excavaciones en extensión suficiente, que permitan determinar con certidumbre la presencia de casas aristocráticas o incluso palacios dentro de un contexto de oppidum, impide determinar contextos interesantes desde el punto de vista social; en todo caso, la mayoría de las veces los materiales de poblado son restos de actividad: sólo en casos muy contados un hábitat ha sido destruido por completo en un momento de su actividad normal, sin ser luego saqueado o reexcavado para extraer los restos de valor, por ejemplo las armas. Sólo en conjuntos sellados y abundantes como los funerarios puede el arqueólogo abordar cuestiones como asociaciones de armas, relación entre rango social y presencia de armamento, etc., y ello con una serie notable de limitaciones teóricas.
Abordar un estudio a fondo de las diversas relaciones entre el armamento y contexto funerario es tarea ingente que requeriría análisis monográficos por yacimientos. En consecuencia, trataremos de realizar aquí una síntesis de las cuestiones que nos parecen de mayor interés, como planteamiento inicial y base para un estudio detallado ulterior.
Partimos del presupuesto de partida, compartido hoy por la mayoría de los investigadores, de que las necrópolis ibéricas -y en una medida distinta, las celtibéricas también, aunque no entraremos en su análisis- no son un reflejo fiel del conjunto de la sociedad. En efecto, los datos de que disponemos indican que sólo un segmento determinado de la población podía acceder a un enterramiento ‘normativo’ en estas necrópolis de cremación.
Las razones son básicamente demográficas. Conociendo el número total de tumbas de un yacimiento (aunque casi nunca se han excavado por completo, suelen conocerse sus límites físicos, y es posible extrapolar con bastante fiabilidad a partir de la densidad de tumbas conocida), su periodo de utilización, y la densidad de uso en los distintos periodos, los demógrafos de la antigüedad han desarrollado distintos sistemas para calcular el número de habitantes que en un momento dado pudo tener el poblado correspondiente a La/las necrópolis. Dichas fórmulas varían en sus detalles y métodos, pero su aplicación a yacimientos ibéricos viene dando resultados coherentes, según los cuales los poblados ibéricos correspondientes a necrópolis importantes a menudo tendrían poblaciones totales de 40 a 81 habitantes (Cabecico) o hasta 244 (Cigarralejo) lo que no parece aceptable, simplemente por lógica, pero también teniendo en cuenta la superficie e importancia de los poblados correspondientes cuando ésta se conoce. Nuestros propios análisis aplicados a la necrópolis murciana del Cabecico del Tesoro), los estudios de Cuadrado sobre el Cigarralejo (Cuadrado, 1987a:42), los de Gracia y otros sobre el Bajo Ebro, el de García Roselló al Turo dels Dos Pins coinciden en observar una selección social.
En algunos casos, como en las necrópolis antiguas del Levante Septentrional, parece claro el sesgo hacia varones con armas, incluso hacia una suerte de aristocracia militar, como también ocurre en Cabezo Lucero en Alicante. En las necrópolis del Sureste del s. IV a.C., en cambio, el panorama es más diversificado, con una fuerte presencia de tumbas femeninas y un porcentaje no despreciable de tumba infantiles o masculinas sin armas.
Aunque las interpretaciones son todavía aventuradas, para el Sureste concebimos como hipótesis de trabajo una selección basada en el estatus de hombre libre propietario (coincidimos en ello con Plácido, Alvar, González Wagner, mientras que J.A. Santos Velasco es más cauto). Este grupo a su vez estaría formado por una gama diversificada de rangos de estatus y riqueza, pero en todo caso no representativa de total, ya que estarían excluidos todos aquellos individuos de condición servil y quizá aquellos individuos formalmente libres pero del rango social más bajo. El destino de quienes no recibían un enterramiento normativo es incierto: quizá una cremación simple, sin deposición de urna y ajuar fuera suficiente. Por otro lado, recordemos que este sesgo social funerario es muy frecuente en la antigüedad.
En todo caso, las necrópolis así sesgadas nos están proporcionando información sobre los mismos rangos de individuos que podían costear esculturas, exvotos de bronce, cerámicas de lujo, etc., de modo que, siendo sesgada, la información funeraria es a la postre un buen reflejo del conjunto de la sociedad ibérica que creó elementos perdurables. Sólo la excavación sistemática de poblados puede corregir este sesgo, incluso sabiendo que no toda la población viviría en oppida, y que granjas y chozas en vegas y zonas bajas, en su inmensa mayoría perdidas para el arqueólogo, también serían residencia de una parte no despreciable de la población, que se refugiaría en los recintos fortificados sólo en momentos de peligro.
Un segundo punto de partida es que al no ser idénticos ni intercambiables los conceptos de ‘riqueza’ y el de ‘estatus’, siendo el primero un subconjunto del segundo, y al no poder valorarse de manera objetivada conceptos como ‘estatus por sexo’, ‘edad’, ‘valor guerrero’ etc. en el registro funerario, el análisis cuantitativo de la riqueza de los ajuares es parcial y limitado. Aún así, resulta muy útil y una poderosa herramienta de análisis social si se tienen en cuenta sus limitaciones. Los criterios de valoración de riqueza de un ajuar son muy variados pero el sistema doble de recuento de objetos y asignación de ‘unidades de riqueza’ que venimos empleando ha sido adoptado por otros investigadores para otros yacimientos, tal y como lo proponemos (p. ej. en Coimbra del Barranco Ancho y en Castellones de Ceal), con resultados en general coincidentes.
Por lo que se refiere a lo que nos interesa ahora, las armas, el resultado generalizado es que en conjunto las tumbas con armas tienen sistemáticamente ajuares más ricos que las que no los tienen, y se acompañan además con mayor frecuencia de otros objetos significativos como cerámica griega importada; además, el índice de riqueza asignado a las propias armas no altera el resultado, porque incluso si descontamos esas’unidades de riqueza’ las tumbas con armas suelen seguir siendo más ricas que la media de las tumbas que no contienen armas. Es necesario profundizar en este análisis, aplicándolo a un número mayor de yacimientos, pero son significativos los resultados realizados sobre una muestra de muchos centenares de sepulturas -aunque deben considerarse provisionales, pues dependen de alguna depuración-.
Se aprecia en todos los casos que tanto por el criterio del recuento simple de objetos como por el de valoración ponderada mediante unidades de riqueza, las tumbas con armas son sustancialmente más ricas que la media. Además, los patrones obtenidos para las tumbas con cerámica ática son similares, comportándose las curvas de acumulación de objetos de modo similar.
Deben hacerse sin embargo dos matizaciones importantes que ayudan a comprender mejor el cuadro general: la primera es que, sistemáticamente en los yacimientos que hasta ahora llevamos analizados, las armas aparecen en casi todas las tumbas más ricas y en buena parte de las del grupo medio-alto; sin embargo las armas -al igual que la cerámica ática- aparecen también en un porcentaje reducido de las tumbas más pobres. Esto significa que todos los grupos sociales enterrados normativamente en las necrópolis tenían acceso a objetos como armas o cerámicas importadas; pero que ese acceso era más habitual en los grupos de tumbas más ricas que en las más pobres. Si recordamos que en la Antigüedad sólo las personas de estatus libre tenían derecho a portar armas, cabe concluir también por esta vía que, si incluso entre las tumbas más modestas hay armamento, éstas tumbas deben corresponder al menos al estatus de hombre libre.
La segunda matización es que las curvas de distribución de tumbas por grupos de riqueza no muestran un grupo de tumbas pobres y un pequeño número de tumbas muy reducidas, sino una amplia escala de valores de riqueza desde un máximo de tumbas pobres hasta un número reducido de tumbas ricas, cubriendo toda la gama intermedia; y luego, tras un hiato, un muy reducido número de tumbas que solemos denominar ‘principescas’ (en torno al 1.5% de las sepulturas).
Esto no es siempre así, sin embargo: en la necrópolis de Cabezo Lucero, una de las más antiguas de las examinadas, no hay una o dos tumbas que se separen radicalmente de las demás como en Cigarralejo, Cabecico o Baza. Por otro lado, esta es la necrópolis con más porcentaje de tumbas con armas de todas (llega al 60.5% de tumbas con armas sobre el total de tumbas razonablemente bien conservadas). Este patrón, algo diferente del habitual en las necrópolis del s. IV en el Sureste, parece implicar un peso especialmente grande de tumbas de guerreros en la necrópolis, similar al de algunas de las necrópolis antiguas del Levante Septentrional que se vienen interpretando como necrópolis de las élites guerreras. Esta posible extensión del grupo social representado en las necrópolis desde el s. V a.C. al s. IV a.C. ha sido también propuesta por Santos Velasco a partir de un estudio centrado especialmente en la valoración de las cerámicas áticas.
En este sentido debe hacerse otra precisión: frente a algunas interpretaciones que ven en las grandes necrópolis del Sureste la existencia de un ‘estamento’ de guerreros, independiente de otros de agricultores y comerciantes (por ejemplo, J.A. Santos Velasco, hay indicios que apuntan en dirección opuesta. Los humildes instrumentos artesanales y agrícolas, carentes del simbolismo de las armas, son comparativamente raros en las necrópolis. Sin embargo, cuando aparecen, pueden perfectamente asociarse a tumbas con armas. Por tomar el ejemplo bien conocido del Cigarralejo, en la Sep. 20 se asocian armas a una chifla de curtir; en la 34 a una pesa de telar; lo mismo en la Sep, 74; la Sep. 79 asocia armas y tijeras ‘de esquilar’ y varios cuchillos; en la Sep. 161 a una serie de armas se asocian tijeras, punzones y un gran cuchillo; la Sep. 209 contiene, además de una completa panoplia, varios podones, una hoz grande, una probable reja de arado y otros instrumentos; en la Sep. 243 hallamos una falcata, lanza y una posible raedera; en la Sep. 333 aparecen, además de varias armas, numerosos instrumentos, incluyendo un podón y varias chiflas; incluso en la Sep. 200, una de las llamadas ‘principescas’ y que nosotros preferiríamos llamar ‘aristocrática’, aparece un juego de pesas que evidencia el control del comercio por parte de la élite dirigente. Otros ejemplos similares pueden espigarse con facilidad en la bibliografía publicada, y apuntan a que los ‘guerreros’ son a la vez agricultores, ganaderos y quizá artesanos.
Estos datos vienen a nuestro juicio a confirmar nuestra hipótesis de que hay dos fases claramente definidas en el significado social de la panoplia ibérica. Mientras que en el s. V a.C. las tumbas con armas son escasas, pero suelen reflejar panoplias con rico armamento defensivo metálico, el mismo representado en los grandes conjuntos escultóricos encargados por los príncipes ibéricos de dicha centuria, a partir del s. IV a.C. la generalización, estandarización y simplificación del armamento en las tumbas de necrópolis, que además crecen mucho en tamaño, puede estar reflejando cambios en la organización social y, en paralelo, en las formas de guerra: un número mayor de individuos podría tomar un lugar en la línea de batalla que iría sustituyendo a la vieja lucha de campeones, y ese número mayor correspondería a una nobleza militar con varios rangos de riqueza, que formaría séquitos acompañantes de los aristócratas de mayor rango, al estilo de los ‘compañeros’ griegos del arcaísmo antiguo. Estos grupos serían los que ahora tendrían también derecho a un enterramiento normativo en las áreas sacrales que son las necrópolis. La mayoría de estos individuos no serían guerreros profesionales a tiempo completo, sino agricultores con granjas y tierras que en un momento dado tomarían las armas a la llamada de sus jefes, con los que tendrían una cierta relación de dependencia económica y compañerismo militar, reflejado en grandes banquetes donde se consumirían grandes cantidades de carne y vino.
La mayoría de las principales necrópolis del Sureste y Alta Andalucía (no hay datos de calidad comparable para el Levante y Nordeste) tienen un porcentaje de tumbas con armas que oscila entre el 25 y el 45%, llegando en el caso de Cabezo Lucero al 60%. Los datos en valores absolutos impiden por otro lado comparar necrópolis entre sí, pero nos proporcionan una medida de la gran variedad de tamaños de muestras. Si tenemos en cuenta que en estas necrópolis hay una proporción bastante equilibrada de tumbas masculinas y femeninas, con un número también significativo de tumbas infantiles (Cigarralejo, Cabezo Lucero, Los Villares, Pozo Moro), resulta que los porcentajes de tumbas con armas corresponden en teoría a entre la mitad y la casi totalidad de las sepulturas masculinas (sobre la correlación sexo-ajuar vid. infra).
El cambio aparente en la estructura de las necrópolis, en la disminución de los grandes monumentos, y en la extensión de la deposición de armas en los ajuares, junto con otros elementos que apuntan hacia una extensión del acceso a elementos de prestigio en el paso del s. V al IV a.C., viene siendo explicado de modos diversos, con sutiles similitudes y diferencias que a menudo enmascaran la falta de una clara definición previa cruzada de los conceptos que se manejan. Así, se viene explicando este fenómeno como el tránsito de una ‘organización tribal (jefatura compleja) a una sociedad de clases de carácter aristocrático’ (como propone Santos); o como el tránsito de ‘monarquías guerreras de tipo heroico’ hacia ‘élites aristocráticas guerreras en un proceso de creciente isonomia’; o como el tránsito de ‘una monarquía aristocrática de marcado carácter parental a un modelo atomizado o nuclearizado de carácter aristocrático, que en nada recordará a la servidumbre territorial del siglo III y II a.n.e., puesto que tan sólo pretende asegurar el papel de las aristocracias locales a partir de un sistema de servidumbre clientelar que destruye los sistemas parentales vigentes en el seno de la comunidad” (Ruiz Rodríguez). Desde luego, no es éste el lugar de desarrollar un debate tan complejo, pero por ahora el modelo que nos resulta más convincente es el sostenido por M. Almagro-Gorbea.
En otro orden de cosas, la gran discrepancia entre los datos del ámbito ibérico del Sureste y algunos yacimientos de la Meseta obliga a ser cautos en la generalización de resultados. Por ejemplo, el Marqués de Cerralbo citaba en 1911 que había excavado 3.466 sepulturas en Aguilar de Anguita, de las que más de 3.200 sólo tenían la urna, unas 200 con algún objeto de ajuar y sólo 34 ricas. En 1916 había ya unas 5.000 tumbas, de las que sólo 19 contenían armas. Es evidente que una necrópolis con diez veces más sepulturas que las grandes necrópolis ibéricas corresponde a un patrón funerario diferente, en el que posiblemente esté representada la totalidad de la población. En ese sentido, las 34 tumbas ‘ricas’ suponen un 1% del total, que se aproxima mucho al 1.5% de tumbas claramente destacadas de la media en el mundo ibérico. Algo parecido parece suceder en Las Cogotas y La Osera, con porcentajes muy bajos de tumbas con armas.
Por el otro extremo destaca el caso del Altillo de Cerropozo en Atienza (Guadalajara), la totalidad de cuyas sepulturas excavadas completas -salvo algunas romanas y otras muy destruidas- proporcionó armas. Aunque no sabemos la extensión original del yacimiento, los signos de agotamiento en la periferia de la zona excavada por J. Cabré hacen pensar que debía tratarse de un núcleo pequeño, o de una zona de una necrópolis mayor.
Otras necrópolis meseteñas en cambio, como Prados Redondos, La Mercadera o Padilla de Duero, se aproximan bastante al promedio de tumbas con armas de los yacimientos ibéricos. Por fin, las del área abulense, extremeña y Submeseta sur parecen por ahora proporcionar un panorama en el que las tumbas con armas son mucho más escasas.
Las enormes dificultades que supone determinar sexo y edad en los escasos restos cremados que nos proporcionan las necrópolis ibéricas son obvias y no pueden ser discutidas aquí. Sin embargo, en los últimos años parece extenderse la idea de que las tradicionales asociaciones entre el tipo de ajuar y el sexo del difunto, según las que las tumbas con armas corresponderían sistemáticamente a enterramientos masculinos ‘de guerrero’, vienen siendo puestas en duda a partir del estudio por parte del Dr. Reverte de los restos de la Sep. 155 de Baza, hallados en el interior de la famosa ‘Dama de Baza’. En dicho trabajo concluía que los restos pertenecían a una mujer joven, de veinticuatro a veintisiete años, grácil pero de glúteos bien desarrollados. A partir de esta supuesta identificación, muchos arqueólogos han desconfiado de las tradicionales identificaciones a partir del ajuar, y han desarrollado hipótesis según las cuales sería el rango de la persona enterrada, y no su sexo, el que determinaría la presencia en el ajuar de determinados objetos, símbolo de prestigio y poder, como son las armas.
Sin embargo, la extrapolación del caso de la Dama de Baza a la generalidad de las tumbas ibéricas debe ser puesta en duda y reexaminada, porque la creemos improcedente. En primer lugar, otros exámenes de los restos de Baza realizados por especialistas insisten de manera tajante y explícita en la imposibilidad de determinar el sexo a partir de los restos conservados (p. Ej. M.D. Garralda). Por otro lado, incluso si los restos de la Sep. 155 de Baza fueran femeninos (lo que es más que dudoso), la extrapolación del resultado al conjunto del ritual funerario ibérico no es aceptable ya que la propia tumba 155 de Baza es excepcional, al ser la única conocida con una gran escultura en su interior; por otro lado, y en lo que a las armas se refiere, esta tumba es quizá una de las más ricas del mundo ibérico, aunque los restos estén mal conservados. Contra lo que se ha dicho, no hay un ajuar de guerrero, sino posiblemente hasta cuatro conjuntos completos de armas (lanza, espada, escudo) algo absolutamente excepcional, lo que nos ha llevado a proponer una explicación alternativa: se habrían depositado cuatro panoplias correspondientes a cuatro grupos gentilicios, al igual que cuatro vasijas especialmente decoradas, una en cada esquina.
Desde el trabajo de Reverte se han multiplicado los análisis antropológicos de restos cremados, por parte de diversos autores, y, significativamente, es sólo en los trabajos publicados por el Prof. Reverte donde aparecen tumbas individuales femeninas con armas. Si examinamos en detalle los datos analíticos, veremos que es éste autor quien más confianza muestra, con mucho, en la identificación de sexos. Mientras que la mayoría de los trabajos de otros especialistas dejan como indeterminado el sexo de entre el 37 y el casi 70% de los restos (media de no identificados, 56.5%), Reverte deja entre el 2.3% y el 39.4% sin identificar, y esto sólo en los últimos trabajos (media de indeterminados del Prof. Reverte, 16.2%). Esta alta confianza ha sido criticada explícitamente por otros investigadores, que consideran imposible alcanzar tan alta fiabilidad en la identificación (p. ej. Campillo). Como los métodos de determinación de sexo y edad son básicamente los mismos, es la experiencia y talento de cada investigador el que marca la diferencia, porque sería extraño que sólo los yacimientos estudiados por Reverte tuvieran los restos mejor conservados. Aunque no somos especialistas en este campo, creemos que la línea de cautela adoptada por la mayoría de los especialistas es la más aconsejable.
Así, si examinamos el análisis de la necrópolis de Cabezo Lucero en Alicante vemos que ninguna tumba identificada con seguridad como femenina tiene armas, mientras que siete de las masculinas las contienen y sólo tres de las masculinas seguras aparecen sin armas. En Coimbra del Barranco Ancho tampoco aparecen tumbas inequívocamente femeninas con armas, mientras que hay seis masculinas que las tienen. En el Turó dels Dos Pins, analizado por el Dr. Campillo, tampoco hay tumbas femeninas con armas, y sí en las masculinas.
En cambio, los análisis de Reverte suelen dar tumbas individuales femeninas con armas (aunque normalmente sea un regatón sólo); es el caso de la Sep. 1 de Prados Redondos en Sigüenza, de la Yunta o del Mercadillo (todas en la Meseta).
Ante estos datos, creemos que una extrema reserva sobre la aparición habitual de armas en tumbas femeninas es lo aconsejable, toda vez que los restos de un individuo grácil masculino pueden ser a menudo considerados femeninos. Hasta ahora, los análisis más amplios en ámbito ibérico suelen dejar claro que no hay tumbas inequívocamente femeninas con armas, aunque se necesita una muestra mucho mayor todavía, por lo que la cuestión debe quedar abierta.
Otro es el caso de las sepulturas dobles o triples, que incluyen varones adultos, mujeres y a veces niños, donde en ocasiones aparecen armas (Sep. 26 de Cabezo Lucero, o Sep. 5617 de Castellones de Ceal, por ejemplo. En esos casos, creemos que por ahora lo prudente es pensar que las armas corresponden al varón.
En el mundo griego, la ausencia de armas en tumbas a partir del arcaísmo dificulta el análisis; en cambio, los numerosos estudios antropológicos realizados en Europa continental en tumbas del mundo céltico, donde la inhumación de los restos permite identificaciones de sexo y edad infinitamente más fiables, muestran que hay una constante y recurrente asociación entre ajuares con armas y sexo masculino. Como indica Brun “Dans le passé, on a souvent identifié le sexe des individus découverts en fonction du mobilier de la tombe. En présence d’armes, il s’agissait d’un homme. Les parures signalaient une femme. Les séries de déterminations faites en Allemagne du sud-ouest d’après la morphologie des squelettes invitent a la prudence. Pour les tombes attribuées à des hommes en fonction du mobilier, l´anthropologie physique apporte une confirmation: 75% sont sûrement des hommes, les 25% restant le sont probablemente. [...] En fait, seules les armes distinguent sans doute les hommes à cette période. Les fibules, les épingles, les braceletes... étaient portés aussi bien par les hommes que par les femmes” (el subrayado es nuestro).
En cambio, sí parece claro que ocasionalmente hay tumbas infantiles que contienen armas (por ejemplo, Sep. 18 de Coimbra del Barranco Ancho, o Sep. 36 de Los Villares, o Sep. 6 de El Mercadillo). Este caso es a nuestro juicio diferente, porque en las sociedades antiguas un varón, aunque sea muy joven, puede pasar a ser considerado varón a todos los efectos en su entierro, y enterrado con un ajuar que incluya armas.
Por otro lado, deben considerarse con cuidado las asociaciones de armas que aparecen en los ajuares, que, como se verá luego, son por lo general coherentes con una panoplia funcional basada en un arma envainable (espada o puñal), una o dos lanzas o jabalinas, y un escudo. Tal panoplia es la normal en el combate, según nos muestran la iconografía y las fuentes, y es lógico que corresponda a la idea de una tumba masculina de un combatiente -o futuro combatiente.
En conjunto, creemos que los datos -antropológicos y arqueológicos, además de lo que sabemos sobre la mentalidad de los pueblos del antiguo mediterráneo- permiten sostener por ahora que las armas eran depositadas en las tumbas como panoplias propias de guerreros. La edad no sería el factor clave, porque los niños -en especial de rango alto- podrían ser enterrados con armas. En cambio, la evidencia disponible indica que debía ser absolutamente excepcional depositar armas en una tumba individual femenina. Al menos, eso indican los datos antropológicos publicados. Eso no quiere decir que no puedan aparecer armas en alguna tumba indudablemente femenina -y no acabamos de creer en el caso de Baza, pero desde luego parece que tal caso será excepcional y no se aproximará a una repartición cercana al 50% de armas entre tumbas femeninas o masculinas, que indicaría que las armas no se asocian a sexo sino a otras variables como estatus social.
Una cuestión de interés es si el indudable papel de prestigio que tuvieron las armas en las Cultura ibérica se refleja en un patrón específico o al menos diferenciado, en un mayor cuidado, a la hora de depositar las armas de las tumbas. No nos referimos aquí a su inutilización ritual (ver más adelante), sino a la colocación de los objetos.
Se aprecia una general falta de datos para las necrópolis excavadas de antiguo, mientras que los estudios recientes comienzan a proporcionar resultados de interés. Se refleja un alto grado de localismo, de modo que cuando es posible apreciar un cuidado especial en la colocación de armas en las tumbas, suele ser propio del yacimiento, sin que los resultados puedan extenderse a otros yacimientos del entorno. Estamos en esto todavía lejos de poder plantear hipótesis globales.
En todo caso, cuando se han podido identificar patrones o modelos deposicionales en tumbas ibéricas, éstos no son generales, pero afectan a un número suficiente de tumbas de cada yacimiento como para poder hablar de clara intencionalidad.
Uno de los casos más interesantes es el de la necrópolis de Cabezo Lucero en Alicante, recientemente publicada. Más antigua que otras del Sureste, se caracteriza además por la muy elevada proporción de tumbas que contenían armas. Los excavadores han hallado al menos tres regularidades notables: en primer lugar, una clara orientación ritual de las armas en un eje Este-Oeste, especialmente las falcatas. Dicha orientación no había sido observada antes en otros yacimientos (lo que no quiere decir que no pudiera existir). En segundo lugar, parece que en algunos caso el escudo no fue quemado en la pira, y que las armas ofensiva se depositaron sobre el cuerpo del escudo. Por último, se ha apreciado una suerte de ‘superposición jerárquica’ de las armas, donde se coloca primero la manilla de escudo; encima la falcata, y encima lanzas y soliferrea. La posibilidad apuntada en publicaciones preliminares de que las armas se envolvieran en una capa sujeta por una fíbula no aparece desarrollada en la publicación definitiva.
Diferente es el caso del Cabecico del Tesoro donde, a pesar de que se trata de un yacimiento de excavación antigua, pudimos identificar al menos dos patrones de deposición de armas, que sin ser universales son suficientemente habituales como para ser considerados significativos. La mayoría de las armas aparecen fuera de la urna (cuatro casos dentro, treinta y cinco fuera), sin que el tamaño del arma sea criterio significativo. El patrón más característico es aquel en que la falcata o la manilla (o ambas) aparecen juntas y las lanzas en posición perpendicular, formando una ‘T’ (Seps. 190, 198, 250, 335, 373, 376). El otro caso frecuente es aquel en que las armas tocan la urna, bien por la punta, o bien rodeando el recipiente cinerario.
Caso en apariencia similar es el de una tumba de Ibros en Jaén en la que dos lanzas aparecieron cruzadas en aspa en el ángulo noroeste de la fosa, forrada de lajas sin tallar, y otras dos armas indeterminadas aparecieron en el ángulo sureste, también en aspa.
En el Cigarralejo no hay un patrón constante, y las armas a menudo aparecen entre las cenizas, mezcladas con los huesos y más o menos amontonadas en paralelo (ejs. Seps. 2, 46, 80, 98, 99, 219, 220, 279). Aunque no es lo más frecuente, a veces todo el paquete de armas aparece dentro de una urna grande (caso de las Seps. 79, 100, 103, 113, 118, 123, 127, 217, 333/257). A menudo parte de las armas están dentro y parte fuera de la urna (p.ej. Sep. 71, falcata fuera, alrededor de la urna, y lanza dentro; Sep. 72, falcata y lanza dobladas dentro de la urna, punta de flecha fuera; Sep. 78B, lanza dentro de la urna y manilla de escudo y falcata fuera de ella; Sep. 128 panoplia dentro de la urna y una falcata más fuera, rodeándola; en la Sep. 136, lanza dentro de la urna con el resto del ajuar, y fuera, en paquete paralelo, el resto de las armas. En la Sep. 138 el soliferreum aparece fuera de la urna, enrollado en torno a ella, mientras que el resto de las armas están dentro. Otros casos similares son los de las Seps. 382 y 442B.
En la Sep. 41/42 las armas aparecen en un paquete que recuerda a la disposición habitual en Cabezo Lucero, con la falcata debajo, tangente a la urna, y el soliferreum encima de las demás armas, aunque esta ‘jerarquía’ se invierte en la Sep. 149, donde de abajo arriba aparece la lanza, manilla y espada. Tampoco, en los casos que conocemos, hay una alineación E-O (caso de la Sep. 248, orientación NO-SE; 331, S-SE); en el Cigarralejo mandan las alineaciones de los laterales de los empedrados tumulares.
La posición cruzada de las armas también se da en Cigarralejo; así, en la Sep. 124 la falcata, manilla y una lanza aparecen montadas, mientras que la punta de lanza larga aparece perpendicular a este paquete; en la 135 las armas forman una ‘U’, con una manilla a la que se afrontan, perpendiculares, una falcata, lanza y regatón hacia un extremo, y lanza al otro. También aparecen perpendiculares entre sí las armas de las Seps. 182, 218, 293, 312, 314, etc. La Sep. 45 presenta una disposición curiosa, con una de las dos falcatas encima de la boca de la urna, cruzándola, y prolongando su eje manilla y lanza, cuyo regatón estaba dentro de la urna. La otra falcata, doblada, apareció junto a la urna.
Es también frecuente que de entre las armas algún arma, y sobre todo la falcata, dobladas, estén alrededor de la urna, abrazándola (Seps.1, 55, 71, 78B -manilla de escudo-, 125, 138 -soliferreum-, 447 -soliferreum-).
Hay bastantes datos sobre armas clavadas. Así, en la Sep. 57 la punta de lanza estaba clavada verticalmente fuera de la urna, mientras que el regatón estaba en su interior. En la Sep. 103 la falcata y una manilla estaban verticales dentro de la urna, rodeadas por otra manilla doblada, el regatón al fondo, vertical, y la punta a media altura dentro de la urna, horizontal. En la Sep. 115 la falcata estaba clavada en la urna, con la empuñadura sobresaliendo por la boca, mientras que en la Sep. 123 la falcata estaba hincada con tal fuerza que rompía el fondo. En la Sep. 118 la lanza estaba hincada en las cenizas dentro de la urna, con la falcata doblada a su lado. También estaba clavada la falcata en la urna en la Sep. 127, aunque esta apareció caída. En la Sep. 159 la falcata estaba hincada en la urna, y la lanza fuera. La Sep. 308 es particular porque todas las armas (falcata, lanza y la manilla de escudo) aparecieron clavadas en el suelo, lo que indica que el escudo estaba ya quemado en ese momento.
A veces queda claro que la falcata se enterró desenvainada, pues los elementos de vaina aparecieron dentro de la urna, y la espada fuera (Sep. 119) o a la inversa (Sep. 161); otras veces a medio envainar (Sep. 153), y otras completamente envainada.
A menudo, cuando aparecen armas incompatibles funcionalmente (dos falcatas o dos manillas de escudo) aparecen colocadas en paquetes distintos. Así, en la en la Sep. 45 una falcata aparece a un lado de la urna, y el resto de las armas, incluyendo otra falcata, al otro lado; en la Sep. 129 aparece un paquete con falcata, lanza y manilla, y otro con lanza y falcata doblada; en la 128 una panoplia completa aparece dentro de la urna, y la segunda falcata está fuera; en la Sep. 124 aparecen una falcata, manilla y dos lanzas, y aparte otra falcata y otra lanza; en la Sep. 277 una falcatas apareció en el nicho 1, y el resto de las armas en el nicho 2. En la Sep. 301 las armas aparecen juntas, salvo una segunda manilla de escudo, quizá de una tumba anterior destruida, que apareció aparte. Esto podría indicar que en un grupo está la panoplia del difunto y, aparte, otra arma colocada por otra razón. La separación no ocurre siempre, sin embargo (Sep. 103, dos manillas de escudo dentro de la urna; Sep. 223B, dos falcatas juntas).
En las dos necrópolis de Coimbra (El Poblado y la Senda) las urnas sólo se dan en un 21% de los enterramientos. y suelen ser vasos pequeños donde no caben armas, al contrario que en muchos casos de Cabecico o Cigarralejo. Por tanto, las armas aparecen siempre fuera de la urna. No hay claros patrones deposicionales, salvo que las armas se suelen colocar a lo largo del eje mayor del nicho. En algún caso (necrópolis del Poblado Sep. 55) la falcata y el soliferreum envuelven la urna, pero el resto de las armas aparecen en desorden. la mayoría de las armas no se doblan (salvo seis casos), pero los soliferrea se doblan siempre, el excavador cree que por razones de espacio. Aparentemente todas las armas se quemaron en la pira.
En las tumbas mejor conocidas de las necrópolis del Sur de Levante (Oliva, Las Peñas) las armas suelen aparecer fuera de la urna, mezcladas con cenizas con o sin huesos. En la tumba del Cami del Bosquet, en cambio, las armas aparecieron verticales en el interior de la urna (Aparicio, 1988). En la Oriola sabemos que en la Sep. 14 las armas aparecieron clavadas verticalmente alrededor de la urna, sin doblar.
En la gran mayoría de las necrópolis ibéricas, sin embargo, o no hay datos suficientes, o las armas aparecieron removidas por destrucción parcial de la sepultura, o bien no se aprecia una disposición especial, y las armas aparecen amontonadas entre las cenizas sin más datos.
Si hay algo característico de un ritual es precisamente la repetición de los actos que configuran el ceremonial, que a menudo deben realizare en una secuencia invariable y claramente establecida para que el ritual sea eficaz. En este sentido, lo único universal -y detectable arqueológicamente- del ritual funerario ibérico es la cremación de los restos de los individuos mayores de -en torno a- un año y la deposición de las cenizas bajo el suelo. Todo lo demás, como la aparición o no de urna, el tipo de cubrición, la secuencia de colocación de los objetos y de las acciones rituales -libaciones, hogueras, etc.-, y la inutilización o disposición de las armas, presenta una amplia gama de variaciones. Por ello, no porque no se inutilicen siempre y en todos los casos todas las armas podemos negar un carácter simbólico e incluso ritual a la inutilización de una proporción significativa de las mismas. Nunca encontraremos en el mundo ibérico una actuación universal, sino que las variaciones en la estructura interna de cada tumba son casi infinitas. Por ello, no podemos estar de acuerdo con J.M. García Cano quien recurre a la eliminación: si la inutilización de armas fuera ritual, debería ser universal; por tanto las armas que se doblan lo son para poder meterlas en la tumba con comodidad.
Hay básicamente dos grupos de hipótesis para explicar el hecho de que las armas aparezcan dobladas (e inutilizadas de otras varias formas) dentro de las tumbas. Por un lado, algunos autores creen que la explicación es de índole práctica; por otro lado, muchos investigadores, entre quienes nos incluimos, se inclinan por una explicación de índole ideológica, simbólica y ritual.
Entre quienes observan razones prácticas hay dos variantes: algunos autores creen que se trataba de una práctica destinada a evitar el robo de las armas en las tumbas, y otros creen que la razón es aún más prosaica: los iberos preferían doblar las armas con la fuerza bruta para hacerlas entrar en los nichos u hoyos cavados en el suelo, lo que debía costar casi tanto como hacer el hoyo o nicho un poco más grande. Ya H. Sandars, al referirse a la práctica de doblar los soliferrea escribía que “this was not done to conform with ritual practices, but solely with a view to convenience and economizing space in the grave”.
Una versión más elaborada es la de S. Broncano, para quien el análisis de cada caso concreto es importante, lo que resulta una recomendación útil; sin embargo, se pasa de inmediato a generalizar a partir del Tesorico, y concluir que la causa del doblado de las armas es práctico, para que quepan en el espacio de la tumba. Para el ámbito de la Meseta, Fernández Gómez considera evidente que la razón es puramente práctica.
La alternativa a esta opinión es sostener una causa ritual. Nosotros partimos de la base de que no sólo se doblan las armas largas como los soliferrea, sino que el doblado de las armas (espadas, manillas de escudo, puntas de lanza y soliferrea) es sólo una de las formas en que se produce el ritual de inutilización. Así, junto al habitual y más visible doblado de las armas (Lám. ID), se emplean otros sistemas. Por ejemplo, en las espadas es relativamente frecuente que se produzca el mellado o embotamiento deliberado de los filos, golpeando la falcata contra un objeto romo y grande como una roca. Nosotros hemos localizado hasta 64 casos de mellado deliberado del filo de armas, lo que teniendo en cuenta que muchas de ellas están sin restaurar o muy dañadas, es una proporción elevada. Este sistema se aprecia, en efecto, sobre todo en armas restauradas, y así en el lote de Almedinilla hemos podido contabilizar diez falcatas melladas y siete en el Cigarralejo, además de otras siete en el Cabecico del Tesoro, donde la mayoría de las armas están sin restaurar.
Otros tipos de inutilización se aplican a otros tipos de armas. Por ejemplo, la mayoría de los cascos de tipo Montefortino depositados en tumbas ibéricas aparecen destruidos deliberadamente. Por ejemplo, el casco de Pozo Moro fue destruido con varios golpes -tres o cuatro- de espada aplicados con gran fuerza, mientras que muchos otros cascos fueron aplastados con piedras o con el pie, sin que la presión de la tierra pueda justificar su estado (por ejemplo, casco del Cabecico del Tesoro, Sep. 428).
En muchos casos (La Solivella, Cigarralejo, etc.) las puntas de lanza, especialmente las más largas, se doblan en ángulo recto, sin que esto sea estrictamente necesario para que quepan en la tumba.
Los escudos, aparte de ser habitualmente quemados en la pira,, a veces presentan la manilla doblada en ángulo recto (por ejemplo, muchas manillas del Cigarralejo), o incluso por completo hasta adoptar forma de ‘V’, como en la ya varias veces citada vaina de Los Torviscales en Córdoba.
Los discos-coraza a veces aparecen deformados, quizá por presión de la tierra, pero en otros casos fueron doblados e inutilizados intencionalmente (por ejemplo, Cabecico, Sep. 400). A veces los tachones de escudo están tan dañados que cabe preguntarse si no se han destruido ritualmente.
Por último, tenemos noticia (C. Rovira) de la aparición en el ámbito catalán de espadas y puñales perforados con clavos, aunque en este caso, al tratarse de contextos de poblado, creemos más plausible que nos encontremos ante una variante de la costumbre céltica de clavar cráneos y armas en monumentos, aunque habrá que esperar a la publicación de estos datos.
Los soliferrea no aparecen siempre doblados; por ejemplo, en Cabezo del Tío Pío Sep. 3, o en Cabecico, Sep. 187, Sep. 260; Cerro de los Santos, n.cat. 1267; quizá Cabezo Lucero, Sep. 41 y Coimbra, Sep. 42 los soliferrea no se doblan, aunque hubiera sido útil en alguno de los casos para meterlos en la tumba. A menudo se aprecia en la forma en que estas armas se doblan un evidente sentido de estética y simetría, con formas de lazo, de ocho, etc. que en algún caso además demuestran que escudo y soliferreum habían sido quemados en la pira, por la forma en que se entrelazan, imposible si el escudo hubiera conservado su cuerpo.
Todos estos sistemas de inutilización, por otro lado, no son exclusivos del ámbito ibérico. En el santuario galo de Gournay, por ejemplo, donde las armas han sido restauradas cuidadosamente, ha sido posible identificar toda una gama de mellados, doblados, aplastamientos y perforaciones.
En todo caso, el acto de inutilización más frecuente, el doblado, se documenta ya desde las fases antiguas, en el s. VI a.C. (por ejemplo, la Solivella, El Molar) y perdura hasta el fin de época ibérica (Cigarralejo, Cabecico del Tesoro, Arcos de la Frontera, Cerro de las Balas).
La inutilización de las armas en las tumbas es un fenómeno generalizado en Europa continental cética, sobre todo a partir del s. III a.C., pero también entre los celtas de Italia. En el Mediterráneo oriental es frecuente en Grecia desde el Protogeométrico hasta la desaparición de la costumbre de depositar armas en las tumbas en el s. VII a.C., y es una costumbre también documentada en el Próximo Oriente.
Por otro lado, la inutilización de las armas no es única en el ritual funerario. Emeterio Cuadrado ha definido para el área murciana una diferencia entre un ‘ritual destructivo’ propio del s. IV y buena parte del III a.C., en el que los vasos cerámicos son también destruidos y quemados; y otro ‘conservador’ de Baja Época en que el ajuar no se destruye ni se quema. No podemos saber si la inutilización de las armas y los ritos destructivos de otros elementos de los ajuares están conectados, porque como se ha dicho ya, hasta en Baja Época se inutilizan las armas, incluso en la propia necrópolis del Cigarralejo (Sep. 198).
Una vez convenido que la inutilización de las armas por diversos medios responde a una intencionalidad de carácter ritual, cabe intentar precisar un poco más, aunque aquí entramos en el terreno de la especulación informada. Grinsell describió a partir de documentación etnográfica varias causas para la rotura de objetos como rito funerario; entre ellas: liberar el espíritu del objeto para acompañar al muerto en el Más Allá; reducir el riesgo de robos; prevenir disputas entre los herederos; para evitar que la eficacia del ritual funerario desapareciera si los objetos eran reutilizados para propósitos profanos; miedo de la polución o miasma asociada al muerto; para atemorizar a Caronte; por la estrecha asociación del objeto con el difunto; para simbolizar la destrucción de los enemigos del difunto; por razones de espacio; para evitar su uso por espíritus malignos.
De entre todas estas opciones, ¿hay que elegir una?. Creemos que no necesariamente: al igual que muchos objetos ibéricos, en especial vasos cerámicos, eran multifuncionales, es perfectamente posible que no existiera un corpus ideológico cerrado e inamovible que determinara por qué y bajo qué circunstancias debían inutilizarse las armas. Personalmente, tendemos a pensar en una base de contenido ritual, más o menos explícita y ‘normativa’, y en una más que posible razón práctica añadida ocasionalmente.
Es decir, habría razones rituales y además en ocasiones vendría bien doblar un arma para meterla en la urna, pero en otras ocasiones no se haría. Entre las razones rituales, pensamos sobre todo en dos, que no son mutuamente excluyentes, sino complementarias (recordemos que estamos ante una mentalidad antigua, en la que los principios de contradicción y exclusividad no rigen como entre nosotros). Por un lado, tenemos una causa simple y directa: las armas se asocian tan personalmente al difunto que han de morir con él: nadie más puede utilizarlas. Sin embargo, la panoplia que se deposita no es siempre completa: a veces ‘faltan’ armas (por ejemplo, cuando se deposita sólo una falcata, o una manilla de escudo) y a veces ‘sobran’ (dos falcatas, varias lanzas)
Las asociaciones de armas son lo suficientemente variadas como para pensar que su significado era más complejo que la mera deposición de las armas del difunto.
Hay que pensar pues en otra razón añadida, y ésta puede radicar en un concepto muy extendido en la antigüedad: la inversión en el Más Allá. Al igual que el difunto era físicamente destruido, sus armas y otros objetos habían de quemarse también para en poder ser empleadas en el otro mundo. Este concepto está extendido en el Mediterráneo, como nos recuerda por ejemplo la famosa anécdota que nos narra Herodoto (V,92): el tirano Periandro de Corinto consultó mediante un oráculo a su difunta esposa, Melisa, sobre una cuestión, pero ésta ‘se negó a darle una pista y a revelarle en qué lugar estaba la suma de dinero, pues tenía frío -dijo- y estaba desnuda, ya que los vestidos que su marido había enterrado con ella no le servían para nada por no haber sido incinerados’ (la cursiva es nuestra). El mismo concepto -los objetos deben quemarse con el cuerpo para poder ser empleados en el Más Allá- aparece en Luciano (Philopseudes, XXVII): ’...comenzó a hacerme reproches [la difunta Demenete] porque, si bien nada le había yo negado, no había quemado una de sus sandalias doradas que, según me dijo, estaba bajo el arca, donde había quedado olvidada...’. También Luciano, De luctu, XIV: ‘¿Acaso no han mandado muchos sacrificar sus caballos, sus concubinas, hasta sus coperos a la hora de su muerte, y han quemado o sepultado consigo vestidos y otros objetos de adorno personal, como si hubieran de usarlos allí y obtener de todo esto alguna satisfacción allá abajo?’. La idea de que en el más allá lo roto deviene entero, y lo herrumbroso, brillante, tiene una larga tradición, y ha perdurado incluso en cuentos populares, como el del héroe que ha de escoger la espada oxidada y abandonar la reluciente.
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