EL MOMENTO SUPREMO: LA GUERRA CONTRA PERSIA
"Una vez formados en orden de batalla, y en vista de que 
    los presagios resultaban favorables, los atenienses, nada más recibir 
    la orden de avanzar, se lanzaron a la carrera contra los bárbaros. 
    (Por cierto que la distancia que separaba a ambos ejércitos no era 
    inferior a ocho estadios).
    Por su parte, los persas, cuando vieron que el enemigo cargaba a la carrera, 
    se aprestaron para afrontar la embestida; si bien, al comprobar que los atenienses 
    disponían de pocos efectivos y que, además, se abalanzaban a 
    la carrera sin contar con caballería ni con arqueros, consideraban 
    que todos se habían vuelto locos y que iban a sufrir un completo desastre. 
    Esta era, en suma, la opinión que reinaba entre los bárbaros. 
    Sin embargo los atenienses, tras arremeter contra sus adversarios en compacta 
    formación, pelearon con un valor digno de encomio. Pues, de entre la 
    totalidad de los griegos, fueron, que nosotros sepamos, los primeros que acometieron 
    al enemigo a la carrera, y los primeros también que se atrevieron a 
    fijar su mirada en la indumentaria médica y en los hombres ataviados 
    con ella, ya que, hasta aquel momento, sólo oír el nombre de 
    los medos causaba pavor a los griegos.
    La batalla librada en Maratón se prolongó durante mucho tiempo. 
    En el centro del frente, donde se hallaban alineados los persas propiamente 
    dichos y los sacas, la victoria correspondió a los bárbaros, 
    quienes tras romper la formación de los atenienses, se lanzaron en 
    su persecución tierra adentro; sin embargo, en ambas alas triunfaron 
    atenienses y plateos. Y, al verse vencedores, permitieron que los bárbaros 
    que habían sido derrotados se dieran a la fuga e hicieron converger 
    las alas para luchar contra los contingentes que habían roto el centro 
    de sus líneas, logrando los atenienses alzarse con la victoria. Entonces 
    persiguieron a los persas en su huida, diezmando sus filas, hasta que, al 
    llegar al mar, se pusieron a pedir fuego e intentaron apoderarse de las naves". 
    (Heródoto, VI, 112-113).
    "En esa batalla librada en Maratón perdieron la vida unos seis 
    mil cuatrocientos bárbaros y ciento noventa y dos atenienses. Éstos 
    fueron en total los caídos por uno y otro bando. Y, en su transcurso, 
    se produjo un extraño fenómeno; fue el siguiente. Un ateniense 
    - Epicelo, hijo de Cufágoras - perdió la vista mientras se batía 
    con valeroso arrojo en la refriega, sin haber recibido ningún golpe, 
    ni el menor impacto, en parte alguna del cuerpo; y, desde aquel instante, 
    siguió padeciendo su ceguera durante el resto de su vida. Y he oído 
    contar que dicho sujeto narraba, a propósito de su desgracia, poco 
    más o menos la siguiente historia: creyó ver que salía 
    al paso un gigantesco hoplita, cuya barba le cubría todo el escudo; 
    sin embargo aquella aparición pasó de largo por su lado y, en 
    cambio, mató al soldado que estaba junto a él. Esta es, en definitiva, 
    la historia que, según mis informes, contaba Epicelo". (Heródoto, 
    VI, 117).
  
"REINA.- ¡Ay, ay!. Estoy oyendo en éstas las 
    más profundas de las desgracias. Son el oprobio para los persas y motivo 
    de agudos lamentos. Pero dime esto, volviendo a tu informe: ¿tanto 
    era el número de naves enemigas para que osaran trabar combate con 
    la armada persa mediante embestidas navales?.
    MENSAJERO.- En cuanto al número - entérate con claridad -, esas 
    naves hubieran podido ser vencidas por las naves bárbaras. El número 
    total ascendía a diez treintenas de naves, y, aparte de éstas, 
    había una decena especial, mientras que Jerjes - también lo 
    sé - disponía de naves, hasta un millar, que tenía a 
    su mando directo y, además, doscientas siete naves ligeras. Ésta 
    es la proporción. ¿Te parece a ti que en esto estábamos 
    en condiciones de inferioridad para el combate?. Pero aun así, una 
    deidad perdió al ejército, pues desvió la balanza en 
    contra de nosotros sin concedernos igual fortuna. Los dioses protegen hábilmente 
    a la ciudad de Palas.
    ...
    REINA.- Dime cómo fue el comienzo del combate naval. ¿Quiénes 
    iniciaron la lucha? ¿Los griegos? ¿O mi hijo, lleno de orgullo 
    por el gran número de sus navíos?.
    MENSAJERO.- Comenzó, Señora, todo el desastre, al aparecer, 
    saliendo de algún sitio, un genio vengador o alguna perversa deidad. 
    Sí; vino un hombre griego del ejército de los atenienses y dijo 
    a tu hijo Jerjes que, a la llegada de la obscuridad de la negra noche, no 
    permanecerían allí los griegos, sino que saltarían a 
    los barcos de remeros que tienen las naves y cada cual por un sitio distinto, 
    procurando ocultarse al huir, intentarían salvar la vida. Él, 
    inmediatamente que lo hubo oído, sin advertir el engaño del 
    hombre griego ni tampoco la envidia de los dioses, comunicó esta orden 
    a todos los que eran capitanes de barco: cuando dejase el sol de alumbrar 
    con sus rayos la tierra y las tinieblas ocuparan el sagrado recinto del cielo, 
    formaran en tres líneas el grueso de la escuadra y el resto de las 
    naves dispusieron en círculo alrededor de la isla de Ayante, con la 
    finalidad de evitar la salida de barcos enemigos y vigilar las rutas rugientes 
    por el oleaje; así, si intentaban los griegos esquivar su funesto destino, 
    una vez que hallaran medio de huir con las naves sin que se advirtiera, tenían 
    a su alcance el dejar sin cabeza a todo enemigo.
    Tan graves órdenes Jerjes dictó por haberse dejado llevar de 
    su corazón confiado en exceso, pues no sabía el porvenir que 
    le iba a llegar de los dioses.
    ...
    La noche avanzaba, pero la escuadra griega no hacía una salida furtiva 
    por ningún sitio. Pero después que el día radiante, con 
    sus blancos corceles, ocupó con su luz la tierra entera, en primer 
    lugar, un canto, un clamor a modo de himno, procedente del lado de los griegos, 
    profirió expresiones de buenos augurios que devolvió el eco 
    de la isleña roca. El terror hizo presa en todos los bárbaros, 
    defraudados en sus esperanzas, pues no entonaban entonces los griegos el sacro 
    peán como preludio para una huida, sino como quienes van al combate 
    con el coraje de almas valientes. La trompeta con su clangor encendió 
    el ánimo de todos aquéllos. Inmediatamente con cadenciosas paladas 
    del ruidoso remo golpeaban las aguas profundas del mar, al compás del 
    sonido de mando. Rápidamente todos estuvieron al alcance de nuestra 
    vista.
    La primera, el ala derecha, en formación correcta, con orden, venía 
    en cabeza. En segundo lugar, la seguía toda la flota. Al mismo tiempo 
    podía oírse un gran clamor: 'Adelante, hijos de los griegos, 
    libertad a la patria. Libertad a vuestros hijos, a vuestras mujeres, los templos 
    de los dioses de vuestra estirpe y las tumbas de vuestros abuelos. Ahora es 
    el combate por todo eso'.
    En verdad que de nuestra parte se les oponía el rumor de la lengua 
    de Persia. Ya no era tiempo de andarse con dilaciones. Inmediatamente una 
    nave clavó en otra nave su espolón de bronce. Inició 
    el ataque una nave griega y rompió en pedazos todo el mascarón 
    de la popa de un barco fenicio. Cada cual dirigía su nave contra otra 
    nave. Al principio, con la fuerza de un río resistió el ataque 
    el ejército persa, pero, como la multitud de sus naves se iba apelotonando 
    dentro del estrecho, ya no existía posibilidad de que se ayudasen unos 
    a otros, sino que entre sí ellos mismos se golpeaban con sus propios 
    espolones de proa reforzados con bronce y destrozaban el aparejo de remos 
    completo.
    Entretanto, las naves griegas, con gran pericia, puestas en círculo 
    alrededor, las atacaban ...
    ...
    Ante la isla de Salamina hay un islote carente de puertos para las naves, 
    que Pan, el dios amante de los coros, protege con su presencia a la orilla 
    del mar. Allí los había enviado Jerjes con la intención 
    de que, cuando los enemigos derrotados salieran de las naves y procuraran 
    ponerse a salvo en la isla, dieran muerte al ejército griego caído 
    en sus manos y salvaran, en cambio, a los suyos de las corrientes del mar. 
    ¡Mal adivinaba el futuro! Pues, cuando un dios hubo concedido a los 
    griegos la gloria de la victoria del combate naval, el mismo día, tras 
    guarnecer sus cuerpos de armas defensivas de bronce excelente, fueron saltando 
    desde las naves y rodeando toda la isla, de modo que no era posible a los 
    persas hallar un lugar al que dirigirse y eran golpeados por lluvia de piedras 
    tiradas a mano y por los dardos que les caían impulsados por la cuerda 
    del arco, fueron pereciendo. Y al final, se lanzaron contra ellos con unánime 
    gritería y los golpearon, destrozaron los miembros de los infelices 
    hasta que del todo les quitaron a todos la vida.
    Jerjes prorrumpió en gemidos al ver el abismo de su desastre, pues 
    tenía un sitial apropiado para ver al ejército entero, una alta 
    colina en la cercanía del profundo mar. Rasgó sus vestidos, 
    gimió agudamente y, enseguida, dio una orden a sus fuerzas de a pie 
    y se lanzó a una huida desordenada. Tal es el desastre que puedes llorar 
    junto al anterior.
    REINA.- ¡Oh Destino odioso, cómo has defraudado a los persas 
    en sus intenciones! Amarga ha encontrado mi hijo la venganza de la ilustre 
    Atenas. No fueron bastantes los bárbaros que antes mató Maratón. 
    ¡Y mi hijo, creyendo que iba a lograr su venganza, se ha atraído 
    una multitud tan grande de males!". (Esquilo, Los Persas, vv. 
    331-477).